Parece un ónice lascado, el negro de su piel sigue brillando
a pesar de que no hay a penas luz en la sala. Lo lleva recogido entre las
manos, arrodillada, lo deposita a sus pies.
El cabello largo y oscuro le sirve de cortina. Tiene los
ojos cerrados y los labios entreabiertos, aprieta los dientes intentando
controlar lo único que le queda, su apariencia.
Ha ido a esperar el veredicto, su sentencia de muerte. La única artífice de
su condena, ella misma, la única traición, la propia.
¿Qué me has traído?-
Su voz fría corta como el hierro afilado y la piedra comienza a resquebrajarse
inundando la sala de un hedor nauseabundo.
Los ojos de ella se alzan, amarillos, rasgados, desafiantes.
La piel de su rostro veteada por las grietas de su infierno interno, sus labios
un lirio violáceo.
Carbón que pudo ser
diamante y del que ahora sólo queda azufre. Te traigo una traición de mil
nombres que sólo responde a uno. Te traigo… mi corazón.
En las cavernas los juicios solían ser rápidos, pero los
ecos de aquellos instantes siguen aún hoy resonando en el laberinto de los
pasadizos. Se dice que, en algunas zonas, el olor a azufre es tan intenso que se
hace insoportable y que fue ese día en el que uno de los ojos grises del juez se
volvió de oro.
Nosotros somos los artífices de nuestras peores traiciones.