viernes, 27 de febrero de 2015

Barba Azul

Hubo un tiempo en el que Barbazul tenía otro nombre que hoy en día ni el mismo recuerda. 

Los cabellos dorados y la fuerza del sol en su corazón. Amaba la soledad, pura, perfecta, inalterable si no era el quien la perturbaba. Le gustaba manejar todos los hilos a su antojo, le hacía sentir poderoso. 

Un día previo aviso, el mar lanzó a la puerta de su faro un cuerpo de mujer. Una sirena que le desordenó la vida. Y fueron felices o, al menos, algo parecido. Ella iba colonizando con sus cosas la casa; del cepillo de dientes al sujetador, de la ropa interior a sus libros y cuadernos.

La casa de Barbazul ya no era sólo suya, le hizo espacio a sus cosas. No podía llamarlo compartir, sentía lo que antes había sido extranjero como suyo propio. Recogía con mimo los bolígrafos que ella dejaba en la mesa del desayuno, los miles de libros a medias en la mesilla. Ponía orden, a su manera.

El día en que ella desapareció sin dejar rastro, los muros del faro perdieron metros, las ventanas no dejaron pasar la luz, ni siquiera el aire entró por los ojos de buey. Las flores del huerto de atrás se secaron, los tomates y lechugas se infestaron de hormigas, lombrices y gusanos. 

Al cabello rubio de Barbazul le llegó el invierno de un día para otro. Ni los espejos le reconocían. Quiso ahogar el vacío de su pecho, pero el mar no acabó con su sufrimiento. Las olas le cincelaron arrugas en la cara, las mareas le tiñeron la barba y el cabello del color de la tristeza, pero no consiguieron llenar la ausencia que le acosaba.

Volvió a su faro y lleno de ira y frustración recogió lo que quedaba de la mentira en la que se había convertido su vida. Subió la escalera de caracol cargado con las cosas de ella y las guardó en la última habitación. Pensó en tirarlas pero cuando las vio entre sus brazos le pareció ver aún su reflejo. La habitación estaba vacía, los muros de piedra desprendían frío, aunque no tanto como su helado corazón.

Cogió unas maderas blancas varadas en la costa y con sus manos construyó una estantería, maderas de mar para su sirena. Pasó días midiendo, cortando, lijando, puliendo, terminando de gastar el amor que le quedaba preso. Cuando la tuvo terminada colocó los restos de su vida pasada en ella. Lo hizo con dolor y con tanto cariño que al mirar su obra vio a todos sus fantasmas. 

Barbazul le impidió la puerta al pasado con una cerradura de plata y una puerta de madera. Volvió a vivir en su casa en la que ahora habitaban agujeros negros, marcando el vacío de lo que una vez estuvo allí.
El agujero negro del lado derecho de la cama, el del cubilete del cepillo de dientes, el del cajón de su ropa, el del jarrón de las flores, el de su desorden. Aunque el agujero negro más grande era Barbazul que proyectaba una sombra oscura a su alrededor. Su tristeza se tornó en rabia y malhumor, las gaviotas huyeron con sus nidos del faro, y la marea dejó de llamar a su puerta. 

Barbazul empezó a encontrar un siniestro placer en la conquista de corazones que después rompía. Se encariñaba unos días, las agasajaba y ellas le regalaban pedazos de su vida que iban directos a la habitación del final de la escalera de caracol. Nada quedaba dentro de Barbazul. 
Pronto llegó a poseer un verdadero salón de muertos, lleno de fantasmas. 

El tiempo ha pasado pero él aún sigue recolectando recuerdos a ver, si con suerte, alguno de ellos le encaja.

1 comentario: